Domingo un poco miércoles

    Tengo el pelo mojado y aún así podría echar humo por la cabeza en cualquier momento. Bullen demasiadas ideas y no sé cómo gestionarlas.

Hoy, por primera vez desde hace mucho tiempo, me he vuelto a sentir ninguneada, prácticamente invisible. Una amiga de mi novio ha ido a su casa y la he abierto la puerta: no me ha saludado, ni siquiera se ha molestado en mirarme. 

No recordaba esa sensación. 

Quieres gritarle que un poquito de educación no le vendría mal, o que no está de más ser agradable con la novia de tu amigo, pero te quedas en silencio cerrando la puerta de la entrada, asimilando que total, tampoco es que merezcas ese segundo de atención. 

Hubo una época de mi vida en la que me sentía así a diario. No era de las que armaban bulla en clase, ni la guapa, ni la deportista, ni tan solo con la que se metía todo su curso, simple y llanamente era una inexistente yo. Carecía de importancia todo cuanto hacía y vagaba por los pasillos como el que vaga por las cloacas: siendo visto y, posteriormente ignorado, tan solo por las ratas. 

No sé si te habitúas o te das por vencido, pero llega un momento en el que no sientes frustración por sentirte así, tan solo aceptas tu condición y pasas los días tranquilo y en silencio, llegando a ser aún más imperceptible para tu entorno si cabe. 

Pero hacía años que no me sentía así. Hacía años que salí del completo anonimato y que ahora se fijaba en mí alguien más que los censados en el alcantarillado público. Aquella niña de diadema con cerezas y cara redonda me ha venido a la memoria y ha invadido mis sensaciones, arrebatándomelas y devolviéndome parte de esa cierta indiferencia con la que debía de convivir si no quería acabar con medio colegio o acabar con ella misma. 

Quizá a día de hoy sea más alta, tenga la cara más fina y haya adquirido nuevas habilidades sociales junto a mi nuevo peso, pero me siento tan desolada como entonces. 

No he podido quedarme allí porque solo amargaría el ambiente. He corrido bajo la lluvia sin paraguas, he bajado al metro y, una vez sentada en el vagón, me he puesto "One of Us", de Joan Osborne. Una canción que habla de Dios y sobre lo que pasaría si él fuese un cualquiera como nosotros, yendo en el autobús de vuelta a casa. Así me sentía y me sigo sintiendo: una cualquiera. Me gustaría poder ser como la figura de Dios, eternamente feliz y relevante, y sin embargo me toca asumir mi diminuto papel en esta gigantesca e infinita obra de teatro. Llega un punto de insignificancia que me pregunto: "¿Qué hago aquí? No aporto nada. Si solo estorbo, ¿por qué sencillamente no me marcho?". Es un pensamiento intrusivo que me visita cuando tengo las defensas emocionales bajas: séase, cada vez que pienso lo más mínimo en algo remotamente trascendental, más allá del ocio que ofrece la pantalla de mi teléfono. 

No logro entender esa fijación humana por permanecer en esta tortura terrenal que es la vida, la cual te recuerda una y otra vez la carencia de importancia del rol que ejerces en su magnífico e imperfecto juego. ¿Para qué pasarlo mal, para qué sufrir y angustiarse por algo que sería tan sencillo de abandonar? Como cuando te apuntas a un deporte extraescolar y no das pie con bola, un día de repente dejas de ir y listo, un problema menos; pues igual podría ser con la vida. No entiendo por qué nos vemos arrojados a ella y no podemos bajarnos del tren si no nos convence el viaje. Está tan mal visto... No queda otra que no bajarse, claro, para no amargarle el trayecto a tus compañeros de travesía. Qué injusto no poder ser egoísta ni cuando quieres morirte. 

Gracias amiga del novio. Gracias a ti he sentido una vez más cómo se me nubla la vista, mientras recuerdo que hago todo esto por imposición. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Deseando que fuese miércoles